Las dos dimensiones de la esperanza
Noviembre, 2025
En un contexto donde abundan el cansancio, la incertidumbre y la pérdida de confianza, la esperanza se vuelve un recurso psicológico y espiritual indispensable. No se trata de un simple optimismo ni de una ilusión ingenua, sino de una fuerza interior que impulsa a la persona hacia el bien posible, incluso cuando parece lejano o difícil de alcanzar.
Desde la tradición filosófica, Tomás de Aquino comprendió la esperanza de tres formas: como afecto sensible, como virtud natural y como virtud teologal. Esta última, —arraigada en la fe—, eleva y plenifica las anteriores. En palabras del Aquinate:
Se da una triple esperanza. Una, sensitiva, que existe en virtud de una pasión. Otra, humana, que se da según la estimación de la razón; y así decimos que alguien espera alcanzar algo por sus propias fuerzas o con la ayuda de los demás. La tercera es la esperanza teologal, que se funda en la ayuda divina. Y esta es la que propiamente se llama virtud (Suma Teológica, I-II, q.40, a.2, ad 1).
Como virtud natural, es posible cultivarla y promoverla, logrando equilibrar nuestro corazón entre dos extremos: la desesperación y la presunción. Esta disposición estable, para ser verdaderamente virtuosa, exige reconocer por un lado nuestros recursos con realismo, para no desesperar de aquello que objetivamente sí podríamos lograr. Por otro lado, exige reconocer nuestros propios límites, de modo de no caer en el engaño de poder lograr, con nuestras propias fuerzas, aquello que está fuera de nuestro alcance.
Promover la esperanza implica entonces, en primer lugar, aprender a confiar en nuestras propias capacidades, lo cual se podrá cultivar a través de la virtud de la fortaleza. Esta virtud prepara el ánimo para buscar el bien arduo y sostiene la voluntad ante la dificultad. La fortaleza se concreta en actitudes como la magnanimidad, que impulsa a aspirar a grandes bienes con realismo, alimentada de un adecuado autoconocimiento; la perseverancia, que mantiene el esfuerzo a lo largo del tiempo; la constancia, que enfrenta los obstáculos con creatividad; y la paciencia, que permite tolerar el mal sin perder la paz interior.
La psicología contemporánea, por su parte, ha redescubierto el valor de esta virtud bajo el lenguaje de la motivación y la resiliencia (Snyder, 2002; Peterson & Seligman, 2004). Cuántas veces el principal enemigo de la esperanza es nuestra propia inseguridad, la baja autoestima y las experiencias que nos han llevado a pensar que no somos capaces de enfrentar las dificultades que se interponen entre nosotros y aquellos bienes que buscamos.
Sin embargo, tal como mencionábamos, cuando cultivamos la virtud de la esperanza evitaremos no sólo la desesperación sino también la presunción, ya que estaremos conscientes de nuestros propios límites. Es aquí donde se abre una segunda dimensión del cultivo de la esperanza, aquella que no se apoya en nuestras propias fuerzas sino en la posibilidad de contar con el auxilio de aquellos que nos aman.
La psicología del desarrollo ha mostrado, con autores como Erik Erikson y Mercedes Palet, que la capacidad de esperar se funda en las primeras experiencias de amor confiable. Cuando un niño experimenta aprobación, confianza y amor incondicional, aprende a esperar de los otros un bien real. Sentirse aprobado y sostenido en la infancia genera la certeza de que los bienes valiosos son alcanzables, especialmente cuando contamos con el apoyo de otros. A lo largo de la vida, esta confianza podrá renovarse (o quizás repararse) a través de vínculos significativos y profundos que nos permitan experimentarnos amados con amor de benevolencia. Esto será posible principalmente a través de los vínculos familiares, los amigos y muchas veces también a través de experiencias terapéuticas y espirituales que restituyan la certeza de ser valiosos y amados. Otro gran enemigo de la esperanza es nuestra incapacidad de apoyarnos y confiar en otros al experimentar nuestras propias limitaciones.
En síntesis, la esperanza puede comprenderse como un movimiento del alma que nace del reconocimiento de dos verdades complementarias: nuestra capacidad de actuar y nuestra necesidad de auxilio. Esperar bien supone, al mismo tiempo, confiar en las propias fuerzas y abrirse a la ayuda de otros.
Promover la esperanza, entonces, requiere educar el corazón tanto como la razón: ejercitar la fortaleza interior y favorecer relaciones donde el amor y la confianza sean posibles. La esperanza se consolida allí donde una persona puede decir, con realismo y serenidad: “soy capaz y no estoy sola, aún vale la pena seguir buscando el bien”.
Educar el corazón en la esperanza supone enseñar a reconocer las propias capacidades, a aceptar los límites y a recibir ayuda con gratitud. Solo así la esperanza se convierte en una disposición estable que integra razón y afecto, autonomía y dependencia, realismo y fe.
Carolina Barriga
Psicóloga y Magíster en Psicología Integral de la Persona