Curiosidad y contemplación en tiempos de internet

Abril, 2021

Si Tomás de Aquino siguiera escribiendo en nuestro siglo, probablemente habría concebido un vicio particular consistente en el uso desordenado de pantallas. Y esto resultaría de lo más natural, considerando que internet ha llegado a formar parte importantísima de la vida humana. Pero para bien o para mal Tomás de Aquino no sigue escribiendo, por lo que, si buscamos luces para orientar nuestra acción respecto a este fenómeno moderno, tendremos que echar mano a los conceptos más afines que encontremos en sus escritos morales.

Uno de tremenda utilidad, a mi parecer, es el concepto de curiositas. Mantengo intencionalmente el término en latín para evitar desde el primer momento todas las connotaciones positivas que podría tener su equivalente castellano ‘curiosidad’: aquel impulso interior por aprender más, aquel vivo interés por comprender el mundo que nos rodea, correspondería más bien a lo que los latinos llamaban admiratio (el motor fundamental de toda ciencia) y nada tiene que ver con el vicio que venimos refiriendo. Este se trata, antes bien, del apetito desordenado de adquirir conocimientos, tanto sensibles como intelectuales; desorden que se verifica especialmente en llenarse los ojos de imágenes que, si no dañinas, son cuando menos inútiles y distractoras. Es la curiositas la que priva a la sensibilidad de su rol secundante del entendimiento para volverla un auténtico obstáculo del mismo.

El curioso tiende a guiarse con el binomio entretención-aburrimiento como criterio fundamental. Busca continuamente “lo entretenido” en todo lo que emprende, pareciéndole excesivamente arduo –excesivamente aburrido– aquello que suponga una aplicación seria y estable de la mente. Todo trabajo intelectual, principalmente el estudio, pierde cualquier atractivo, se realiza entrecortada y deficientemente y termina sintiéndose más fatigoso de lo que en realidad es. Como contraparte, vagar por internet resulta incontestablemente fácil y, aunque el contenido que se encuentre podrá ser más o menos entretenido, cumplirá sin falta su misión de distraer de la tarea tediosa. Nuestra vida moderna es, pues, el suelo más fértil concebible para la curiositas.

Pero lo más triste de este vicio es que no solo dificulta nuestro trabajo, sino también nuestro mismo descanso. No me refiero primeramente al descanso en cuanto reposición de energía (aunque también), sino sobre todo a aquella quietud a la que debería subordinarse todo trabajo y que tantos pensadores han considerado inseparable de la felicidad: el ocio contemplativo. Por paradójico que parezca, el auténtico ocio requiere un cierto esfuerzo, pues exige desatender un momento a la multitud de entretenciones inmediatas, para aplicar íntegramente el alma a una contemplación tranquila y gozosa. Esta quietud, pequeña chispa de la infinita quietud de Dios, le resulta al curioso espantosamente aburrida. Considerar las verdades eternas le parece “una lata” o “demasiado denso”: pasará, en cambio, de una noticia a otra y de una app a otra. Las grandes películas y las grandes novelas, capaces de encumbrar el espíritu humano, se le hacen cada vez más tediosas, porque en ellas “no pasa nada”: preferirá dedicar sus horas libres a las inagotables novedades de Netflix. Y hasta la misma conversación con el amigo, la actividad más ricamente contemplativa con que fuimos bendecidos, se reduce a muy poca palabra interior, mucha palabra frívola y excesivo celular. El resultado se deja ver: el alma, al largo plazo, no descansa en aquello para lo que está hecha, y se va sumiendo en un denso agobio interior.

Pero digamos algo sobre la virtud que combate este desorden: la studiositas. Esta ‘estudiosidad’ no significa solo ser buen estudiante, sino que designa todo el ordenamiento de nuestra vida cognoscitiva, tanto moderando el impulso de buscar novedades y como sobreponiéndose a lo arduo de la actividad intelectual. A diferencia del curioso, que vive disipado en mil entretenciones fútiles, el estudioso es capaz de aplicar toda la atención del alma al acto que le corresponda, realizándolo con cuidado y constancia. Pareciera que el acceso a internet que llevamos en el bolsillo, con su interminable oferta de distracciones, está llegando a ser en nuestro tiempo la materia a ordenar por excelencia de esta atemporal virtud.

Pero si está claro que la studiositas es indispensable para el trabajo, es todavía más indispensable para el ocio. Es preciso dedicarnos con el alma entera a la contemplación gozosa de la verdad, sea en la meditación, en la experiencia estética o en la conversación amistosa. Para estas cosas, la razón recta sabrá cuándo toca poner el modo avión.

Vicente Silva Beyer

Filósofo y Literato

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