El poder de un modelo en la formación moral de la persona

Diciembre, 2020

Aristóteles decía que “educar la mente, sin educar el corazón, no es educar en absoluto”. Sus palabras cobran sentido no sólo en el ámbito de la educación formal, donde la formación afectiva es clave para optimizar el aprendizaje y promover el desarrollo integral de la persona, sino también cuando se trata de la educación moral de quienes aprenden. Reiteradamente, y con desilusión, vemos como muchos jóvenes son instruidos por años –por sus padres y/o profesores‒ en valores y principios éticos fundamentales, pero ante la menor dificultad se desentienden de éstos.

Aristóteles decía que “educar la mente, sin educar el corazón, no es educar en absoluto”. Sus palabras cobran sentido no sólo en el ámbito de la educación formal, donde la formación afectiva es clave para optimizar el aprendizaje y promover el desarrollo integral de la persona, sino también cuando se trata de la educación moral de quienes aprenden. Reiteradamente, y con desilusión, vemos como muchos jóvenes son instruidos por años –por sus padres y/o profesores‒ en valores y principios éticos fundamentales, pero ante la menor dificultad se desentienden de éstos.

No son pocos los filósofos morales que han planteado la necesidad de que, junto con la adquisición de un conocimiento acerca de lo que es bueno, exista una implicación emocional con el bien, de modo que éste efectivamente cale hondo en la persona y permanezca moviendo su voluntad. Esto se podría relacionar con lo que Aristóteles y Tomás de Aquino entienden por verdadera virtud, es decir, aquel hábito operativo bueno que se realiza por recta razón, pero acompañado de afecto, y que brota de una armonía interior entre lo que se conoce, se quiere y se desea.

Ahora bien, uno podría preguntarse: ¿es posible educar en una auténtica moralidad a personas jóvenes, dueñas de una afectividad y racionalidad en proceso de maduración? ¿De qué maneras concretas puede la educación contribuir a su madurez personal, evitando caer en imposiciones morales externas, tantas veces ajenas al que aprende y sólo capaces de generar en él una obediencia acrítica, inauténtica y transitoria de las normas? Por último: ¿qué métodos educativos específicos permitirían formar en los jóvenes una conciencia moral genuina y verdadera ‒o lo que Kohlberg llamaría una moralidad pos-convencional, de convicciones personales acerca de principios universales‒ a la vez que se respeta su libertad?

Frente a estas interrogantes, puede resultar iluminadora la propuesta del fenomenólogo realista de principios del siglo XX, Max Scheler, quien distingue entre educación moral (erziehung) y formación moral (bildung), entendiendo la primera como el proceso de actualizar los valores que ya están latentes en la disposición moral profunda del educando, mientras que concibiendo a la segunda como un proceso capaz de penetrar en la persona y transformar desde dentro su disposición moral fundamental, no contra su libertad, sino por libre motivación suya[1].  Para que la educación moral resulte eficaz se requiere que exista previamente en el sujeto un recto ordo amoris u “orden del amor” –en los términos de San Agustín‒, o al menos alguna disposición abierta a valores que sea susceptible de ser actualizada en sentido propio. En cambio, cuando este orden del amor se encuentra alterado o torcido en la persona (por inmadurez personal o por vicio), Scheler plantea que sólo una formación profunda es capaz de calar en la disposición moral fundamental de la persona y transformarla libre y auténticamente hacia una recta captación de los valores.

La formación mencionada no se limita a la entrega de sugerencias prácticas de conducta buena (ej., sé generoso; di la verdad; trata a los demás con respeto), que sólo podrían resonar en aquél que ya captara en algún grado los valores subyacentes, sino que –y aquí lo interesante de esta propuesta— la formación va más allá de eso para dirigir actos de amor comprensivo hacia la persona del aprendiz. Para poder realmente entrar en su disposición moral de fondo y posibilitar una auténtica transformación de su conciencia, es necesario que el formador establezca primero un vínculo de amor con él, que lo conmueva a abrirse y dejarse transformar en su modo errado o inmaduro de amar y amarse a sí mismo. Este vínculo personal tiene la virtud de generar en el aprendiz el “enganche” necesario para que se abra a descubrir y actuar conforme, no sólo a los valores universales comunes a todos los hombres, sino incluso a su ordo amoris individual o aquel ideal moral al que está llamada toda persona en su más íntima vocación personal[2].

Pero cabe preguntarse: ¿cómo exactamente se realizan los mencionados actos de amor comprensivo hacia la persona del aprendiz, para generar con él este vínculo capaz de formarlo ‒y transformarlo‒ moralmente?

Para responder a lo anterior, lo primero que hay que decir es que, para Scheler, la tarea del formador consiste en mediar el encuentro entre el educando y el modelo ideal de persona al que él está llamado en su conciencia individual. Pero a la vez, sostiene el autor que únicamente es posible captar a este ideal personal si lo vemos encarnado, aunque sólo sea imperfectamente, en personas reales. Para que aprendiz pueda descubrir y obedecer a su ideal personal es necesario el encuentro con un maestro que haga las veces de ejemplar prototípico concreto, y que encarne –aunque sólo sea parcialmente‒ valores universales dignos de seguirse.

Ahora bien, para que este modelo personal concreto llegue a ser descubierto y seguido, es necesario que el aprendiz se experimente amado por él en sentido auténtico, acto que para el fenomenólogo implica querer penetrar y conocer el núcleo personal profundo del otro. El ser personal del aprendiz sólo se puede abrir a la mirada del formador en la medida que éste ame-con-él los valores que aquél sí alcanza a captar, al mismo tiempo que ama lo más alto que hay en él: su personalidad espiritual. Es precisamente de este modo, donde el formador se “pone en los términos” del aprendiz y ama con él sus amores –aunque del modo recto y ordenado en que él no es capaz–, como se consigue que éste se sienta identificado con su maestro y conmovido a responderle con un amor recíproco[3].

Esta correspondencia amorosa del aprendiz es clave, puesto que para Scheler el amor con que la persona se dispone en su interior condiciona y perfecciona su captación moral. De modo similar al amor de benevolencia que describe Tomás de Aquino, que nos abre a descubrir y entender verdaderamente el valor de otra persona, para Scheler la lucidez con que el aprendiz logre captar los valores encarnados y transmitidos por su maestro dependerá del amor que dirija a su persona. Así, admirando a la persona del formador, el discípulo estará más lúcido y mejor dispuesto para amar-con-él los valores y bienes que él tan ordenadamente ama, pudiendo amarse a sí mismo –quizás por vez primera‒ como una persona en sentido auténtico[4].

Cuando se leen las ideas planteadas, no es de extrañar que se suela enfatizar tanto en el ejemplo cuando se trata de educar y formar en virtudes a niños y jóvenes. Si bien es evidente que para educar en éstas resulta indispensable cultivar el conocimiento ético y fomentar el ejercicio de acciones correctas, es fundamental también buscar formas de comprometer afectivamente a quienes se está formando, de modo que, implicándose emocionalmente con el bien, éste se haga carne en su persona y puedan ordenarse a él con convicción y alegría. Es posible que una teoría como la del seguimiento a modelos morales personales que propone Scheler signifique un aporte en esta dirección, tanto para educadores como para padres u otras figuras significativas, al ofrecer una manera específica para formar en una moralidad recta y sólida a quienes tenemos bajo nuestro cuidado, involucrando en este proceso todas las dimensiones de la persona y respetando su libertad y dignidad esencial.

María Paz Olivos Huneeus

Filósofa y Magíster en Psicología

[1] Sánchez-Migallón, S., La persona humana y su formación en Max Scheler. Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA): Navarra, 2006, pp. 52-53.
[2] Scheler, M., Ética: nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético. Caparrós Editores, S.L.: Madrid, 2001, p. 314.
[3] Scheler, M., Esencia y formas de la simpatía. Ediciones Sígueme: Salamanca, 2005, pp. 231-234.
[4] Ibidem, p. 229.

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