Unidad afectiva y matrimonio

Junio, 2023

Pese a que nadie negará que para superar un problema es necesario atender a sus causas, probablemente no sea tan manifiesto para todos lo siguiente: a saber, que antes de preguntarse por aquello que entorpece el dinamismo propio de un objeto, debemos conocer mínimamente su naturaleza. De otro modo no tendremos forma de dilucidar cuál es la manera más eficaz de remover el conflicto que entorpece su despliegue.

Apoyémonos en una imagen para ilustrar esta idea: Una madre encarga a sus hijos que rieguen las hortensias del jardín, quedando el patio trasero bajo la tutela de uno, mientras que el delantero del otro. Durante una semana ambos tomaron de buen agrado una manguera y se dirigieron a sus respectivas flores. No obstante, mientras las de un jardín se mantuvieron erguidas y despampanantes, las otras se encogieron y empezaron a marchitarse.

¿Qué fue lo que ocurrió? Pues que mientras uno roció las hojas de sus hortensias, el otro se preocupó de dirigir el agua hacia las raíces, demostrando así que más vale conocer la naturaleza de aquello que estamos cuidando, que obrar con buenas intenciones, pero sin atender a la constitución de las cosas.

Ahora bien, aunque resulte triste decirlo, lamentablemente todos los días somos testigos de esta escena, mas no en el ámbito de la jardinería, sino en el matrimonial, y no son niños los responsables de cuidar de esta sacra unión. Pues si bien es cierto que los esposos toman por suya la voluntad de su cónyuge, obrando conforme a las palabras que pronunció Aristóteles en su Retórica: amar significa querer el bien del otro como propio; no es raro escuchar a ciertos matrimonios decir que, pese a que son felices juntos, tienen la sensación de que algo no termina de encajar, y lo mismo que el agua que hidrataba las hortensias de un jardín dejó de hacerlo, ellos refieren sentir que la sintonía en la que antes se gozaban, de repente los abandonó.

¿Cómo proceder en estos casos? ¿Deberíamos colmar a estas parejas de intervenciones terapéuticas confiados en que alguna surta efecto? O por el contrario, antes de enfrentarnos a tal situación, tendríamos que preguntarnos por la conveniencia de estudiar aquello que se constituye como uno de los principios de la relación conyugal. Si nos decantamos por la primera opción, poco nos diferenciaría del niño que no supo cuidar del jardín que le fue confiado, de modo tal que incluso faltaríamos a la diferencia específica entre un técnico y un profesional. Después de todo, no debemos olvidar que mientras el primero se limita a manipular la realidad material, lo propio del segundo es conocer las causas, fundamentos y principios por medio de los cuales operan las cosas. Dicho de otro modo, ser profesional significa tener ciencia de las cosas.

Conforme a esto, sin lugar a dudas la opción más razonable será la última. De ahí que ahora nos salga al paso la pregunta no ya por la acción que debemos realizar (técnica), sino aquella que interpela directamente al matrimonio: ¿Qué es el matrimonio?

Corriendo el riesgo de sobre simplificar la respuesta a esta importante cuestión, pero sabedores de que este tema ha sido bellamente tratado por autores mejor preparados, nos limitaremos a afirmar aquello que intuitivamente todos sabemos: el matrimonio es una cierta unión entre un hombre y una mujer, y se distingue de otras uniones en virtud de que el bien en el que comunican los cónyuges no es otro que ellos mismos, es decir, el marido para su esposa, y la esposa para su marido. No así en la amistad, la cual resulta de la unión respecto de un bien que les es común a los amigos, como compartir la misma afición por la lectura, por ejemplo. No por nada C. S. Lewis hace la siguiente distinción: “Cuando hablaba de amigos que van uno junto al otro o codo con codo, estaba señalando un contraste necesario entre su postura y la de los enamorados [o bien esposos], a quienes representamos cara a cara”.

Encontrarse cara a cara, en mutua contemplación y entrega, es un signo muy revelador, pues pone de manifiesto que la felicidad de los esposos consiste, sensiblemente hablando, en la mutua posesión amorosa, o lo que es lo mismo: en que afectivamente ella perciba el amor que él le dedica –quizás tomando entre sus fuertes manos las de ella–, al tiempo que él capta el amor que ella le profesa –tal vez en una mirada colmada de delicada ternura femenina–. De más está decir que los gestos de amor y donación no se agotan en esta imagen.

Con lo dicho hasta aquí no pretendemos negar lo más alto que hay en nosotros, a saber, la razón y voluntad. Facultades que nos permiten conocer la realidad y quererla de un modo que le está velado a los animales. Pero si aspiramos a destacar que el amor espiritual –el más adecuado cuando de la persona se trata– encuentra eco en la vida sensorial, y que tal es la gravedad de esta consideración, que el clínico que reciba a un matrimonio en vías de marchitarse, necesariamente debe preguntarse por la forma en que esta pareja, digamos así, se está “regando mutuamente”, en cómo los cónyuges muestran su afecto el uno al otro, e incluso, si es que positivamente lo están haciendo. Mujeres y hombres, o mejor dicho, esposa y esposo, al igual que las mentadas hortensias con las que abrimos este artículo, exigen que se los trate conforme a lo que son –una sola carne–; requiriendo, por lo mismo, del sustento que les brinda el amor perceptible para mantener y acrecentar su unidad.

Resumiendo: en nuestro empeño por comprender parte de la naturaleza del matrimonio, hemos reparado en dos consideraciones que a nuestro parecer resultan de lo más luminosas.

Primero: que el matrimonio consiste en una comunión de personas, en donde alguien se me presenta como complementaria, es decir, como una persona que posee aquellas cualidades que yo no poseo y que son un bien para mí y, al mismo tiempo, en donde yo poseo determinadas características que esa persona no posee y que son un bien para ella.

Segundo: captamos que uno de los efectos propios del amor es la unión en el afecto, y que para que éste pueda germinar y crecer se requiere que el amor de uno encuentre cierta semejanza o correspondencia en el amor de su cónyuge, razón por la cual Anna Terruwe –psiquiatra holandesa con bastos conocimientos en antropología filosófica– se expresó en los siguientes términos: “El amor exige unidad, y solo puede haber unidad cuando éste encuentra una respuesta de entrega similar”.

Y es que lo verdaderamente bello de esta afirmación estriba en que el amor afectivo –o sensible– al que se refiere, nunca entra en contradicción con el amor espiritual que enunciamos más arriba, puesto que así como éste solo puede surgir a partir del conocimiento que nos reporta la sensibilidad, la expresión del mismo, es decir, de un amor benevolente, de un amor que hace suyo el bien no ya de una cosa, sino de alguien, se manifiesta por la vía afectiva también.

Con esta breve reflexión esperamos haber esbozado suficientemente bien que cuando la emocionalidad de uno no toca a la del otro, difícilmente marido y mujer podrán mantener la unión que un día decidieron hacer florecer entre ellos.

Nicolás Eyzaguirre Bäuerle

Licenciado en Psicología

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