Recuperar la centralidad de la persona

Mayo, 2023

Vivimos en tiempos de encubierta deshumanización. A pesar de que “todas las ciencias y todas las artes se ordenan a la persona como a su fin”, el desarrollo tecnológico conlleva el riesgo de caer en una “mentalidad de sistema”, que tiende a considerar las características y acciones personales en términos de estadísticas impersonales: lugar en el ranking, índices de logro y productividad, puntuación en determinados rasgos, porcentaje de acuerdo o desacuerdo, número de likes o seguidores, etc. Con el desarrollo de la inteligencia artificial, el boom de las redes sociales y la tecnocracia, esta mentalidad se ha ido acentuando progresivamente, difuminando el valor de la persona, que radica justamente en su singularidad en el ser.

La persona es el “subsistente distinto en la naturaleza intelectual”. El concepto de persona no se refiere a una definición de categorías o propiedades, sino a una especial dignidad en el ser. Se trata de un ser que se posee a sí mismo en el orden ontológico y por eso, es capaz de actuar con libertad, es decir, de ser principio de sus acciones. Es singular, único, irrepetible e incomunicable: no común. “Lo que cada uno es en cuanto persona no lo es ninguna otra”. De allí procede su especial dignidad. Merece ser amada por sí misma y no en orden a ninguna otra cosa. Por eso es tan grave la deshumanización de nuestro tiempo, porque daña lo más real en el universo. El deterioro en la salud mental es, así, un síntoma más de una sociedad donde se ha invertido el orden natural y se ha puesto a las personas al servicio de la productividad económica, las teorías y las corrientes políticas.

¿Qué es lo más grave que le puede ocurrir a una persona? Lo más grave es condenarla a desparecer: que se pierda su yo íntimo, su ser singular y libre como raíz de sus acciones. Ahora bien, hay muchas maneras de perderse a sí mismo y desaparecer. Y ellas se relacionan de una u otra manera con la psicología.

El amor no correspondido es una manera de desaparecer, porque no permite ser reconocido por quien queremos como alguien digno de ser amado. Frente a la soledad y las carencias en el apego, que muchas veces han sufrido nuestros pacientes, estamos llamados a la aceptación incondicional de su valor personal; a permitirnos contemplar y reconocer aquello que los hace únicos, irrepetibles y dignos de amor. Es la única manera de que ellos mismos descubran y aprecien ese valor en sí mismos.

Escudarse en la incesante actividad es una manera de desaparecer, porque desconoce que nuestro mayor valor radica en ser quiénes somos y no en aquello que podemos entregar al mundo o a la sociedad. Frente a ese activismo, estamos llamados a remontarnos más allá de esa permanente ansiedad de nuestros pacientes, para conducirlos al descanso de reconocer y aceptar, en tiempo presente, quiénes son ellos realmente, con sus propios estados internos, sus emociones y sus miedos, para acompañarlos a abrazar todo eso que vive en ellos. Es en esa quietud donde pueden recordar que su valor personal intrínseco no está en la consecución de fines transeúntes externos a sí mismos, sino en la aceptación y desarrollo de su propio ser.

Congelarse en la ansiedad y el miedo es una manera de desaparecer, porque implica dejar de hacer lo que realmente queremos, como si no fuéramos agentes de nuestra propia vida. Frente a esa respuesta de bloqueo, estamos llamados a restaurar la esperanza en nuestros pacientes, trabajando en su historia personal y en todos aquellos eventos que los llevaron a valorar el mundo como un lugar peligroso con una sensación de total indefensión, para recuperar muy lentamente su sentido de agencia sobre sus propias acciones, su capacidad de defenderse, cuidarse y poner límites, devolviéndoles el sentido de su dignidad personal.

La vergüenza es una manera de desaparecer, porque implica someter a las partes más vulnerables de nuestra personalidad a un severo juicio y sentenciarlas a perder la libertad de expresión. Frente a esa soledad, estamos llamados a reconstruir en ellos la confianza de que pueden mostrar quiénes son a otro ser humano. Eso implica aceptar con incondicionalidad y transparencia a nuestros pacientes, para recordarles que la vulnerabilidad puede ser también un don, porque permite vincularse con otro ser humano y este vínculo no necesariamente debe ser humillante o abusivo, sino un descanso amoroso en la mirada de otro.

La depresión es una manera de desaparecer, porque convierte la propia vida en una dolorosa renuncia a ser y a obrar, por una profunda pérdida de esperanza en sí mismo y en el mundo. Frente a esa desesperanza emocional, tenemos que aprender a vincularnos con el doliente con la mirada ingenua de un niño, para acompañarlo lentamente a redescubrir el valor del mundo, de sí mismo y de sus pequeñas acciones. Eso nos desafía a esperar más allá de toda esperanza, para “prestarle” de alguna manera nuestra fe en la vida al paciente que la ha perdido.

El narcisismo, el histrionismo y el vivir de las apariencias son una manera de desaparecer, porque ponen nuestro valor en la mirada que los demás tienen de nosotros y no en nuestro valor intrínseco, parapetándonos detrás de máscaras para no revelar nuestra verdadera identidad. Frente a esa barrera, tenemos la tarea de intentar recuperar el auténtico sí mismo, que se quedó atrapado en una etapa infantil, donde aprendió a reemplazar el ser por la apariencia.

“Venderse al sistema” es una manera de desaparecer, porque significa renunciar a los principios que orientan nuestra vida para convertirnos en una pieza del engranaje social o económico. La ideología es una manera de desaparecer, porque nos hace renunciar a nuestra subjetividad en pos de una idea, como si las ideas fueran más grandes que las personas que las piensan. Frente a ese riesgo de deshumanización, estamos llamados a recordarles a nuestros pacientes que la persona -su persona- es la base de cualquier comunidad y es más importante que cualquier idea o sistema. Sólo reconociendo su valor, podrán redescubrir cuáles son sus propios valores y principios; a qué no están dispuestos a renunciar, porque significaría traicionarse a sí mismos.

La disociación es una manera de desaparecer, porque implica esconderse detrás de barreras y murallas y fragmentarse en múltiples habitaciones separadas para evitar que nos vuelvan a hacer daño. Frente a esa fragmentación, estamos llamados a devolverles la seguridad a nuestros pacientes tratándolos con el respeto que en su historia vital no conocieron y, en la medida que ellos nos lo vayan permitiendo, disponernos a escuchar con atención a cada una de sus partes, acogiéndolas y comprendiendo su rol en el sistema total de la personalidad, para devolverle al paciente un sentido integrado de sí mismo como ser personal, ontológicamente superior a la suma de sus partes.

La lista podría continuar con las muchas otras afecciones que vemos en el ejercicio de la clínica. En todas ellas, de una u otra forma, la dignidad personal de nuestros pacientes se ha desconocido. Por eso, los psicólogos tenemos una labor importante que ejercer, como garantes de la centralidad de la persona. Nuestra vocación consiste en buscar incesantemente la identidad más profunda del otro y reavivar esa luz que parece condenada a apagarse en la oscuridad, para que su ser personal no desaparezca en la nada. Descubrir y revelar el yo de nuestros pacientes, incluso a ellos mismos; recordarles quiénes son realmente para que nunca más lo olviden. Esto implica reconocer su dignidad y su valor, hacerles saber que son dignos de ser amados y que su historia es digna de ser escuchada; hacerse uno con sus necesidades y acompañarlos para que no se rindan ni pierdan la esperanza de una vida con sentido. Pero la única manera de cumplir con esta tarea consiste en desaparecer nosotros, con nuestros juicios, nuestras categorías y nuestras estadísticas. Necesitamos volver a sorprendernos como unos padres que se asombran amorosamente con las acciones de sus hijos.

Catalina Cubillos

Psicóloga

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