Consideraciones éticas sobre la psicopatogénesis de la ideación suicida
Septiembre, 2025
En la actualidad, cuando se aborda la complicada realidad del suicidio y las posibles soluciones que como sociedad podemos ofrecer al respecto, suele repetirse el término “prevención”, y la pregunta que articula este noble desafío suele ser la siguiente: ¿Cómo podemos prevenir eficazmente el suicidio?
Esta interrogante supone una concepción del problema como algo estrechamente asociado al ámbito sanitario: se entiende el suicidio como una realidad asociada inevitablemente a la pérdida de algún grado de salud, análogo a lo que sería la prevención del tabaquismo o la obesidad.
Desde esta perspectiva, cuando se pretende hablar seriamente del tema, el desafío de prevenir el suicidio recae fundamentalmente en la comunidad científica psiquiátrica y psicológica. Se habla entonces de factores de riesgo, de más o menos probabilidades de suicidio a partir de co-ocurrencias psiquiátricas o de reducción de métodos letales al alcance de una población vulnerable.
Aún reconociendo los aportes de esta aproximación, resulta necesario recordar que la sola acumulación de factores de riesgo no predice ni previene el suicidio, tal como lo muestra un meta-análisis de 356 estudios realizados en los últimos 50 años hasta el 2016, en el que se concluye que estos factores son elementos predictivos de suicidio “débiles e imprecisos” (1). Cabe hacerse entonces la pregunta: Más allá del modelo de los factores de riesgo, ¿qué otros elementos son importantes de considerar a la hora de prevenir el suicidio? ¿Es la prevención del suicidio un desafío que se puede enfrentar únicamente desde un enfoque de salud?
El solo hecho de mencionar hoy en día la influencia de elementos morales en el campo de la suicidología suena anticuado, cuando no dañino y promotor de posturas estigmatizadoras que la dicha disciplina ha hecho bien en superar a través de los años y los avances científicos. La histórica condena del suicidio por parte de la Iglesia Católica, consolidada en San Agustín como una extensión del “No Matarás” y mantenida en la Edad Media, se esgrime no pocas veces como argumento en contra de influencias morales innecesarias respecto del peso que debió llevar el suicida por mucho tiempo (además del emocional). Se habla entonces de la reivindicación de la libertad individual que habría traído la Ilustración y la posibilidad de pensar el suicidio sin dogmatismos eclesiásticos de ningún tipo (2). Pero el giro ilustrado trajo sus propios desafíos.
Aún cuando todavía es la norma considerar el suicidio como un acto negativo (a pesar de que crecen las voces acerca de la eutanasia psiquiátrica o sobre el llamado “suicidio racional”), se le concibe como un problema de salud en el que las preguntas morales que históricamente acompañaban el tema han desaparecido: ya no lo consideramos una catástrofe moral (3), sino como un problema fundamentalmente clínico que requiere soluciones clínicas.
Aún cuando el suicidio es un problema que necesariamente involucra elementos de la dimensión sensible del ser humano, como la instalación de una profunda tristeza desesperanzada o el sentimiento frecuente en quien se suicida de sentirse una carga o no pertenecer socialmente, que la ideación suicida se instale y agudice en una persona supone ineludiblemente actos de la dimensión moral, ya que, según Santo Tomás de Aquino (S.Th., I-II, q. 29), quien se suicida llega a entender que en la propia muerte radica un bien (acto de la razón), el cual es amado y elegido (acto de la voluntad). Ahora bien, los actos del entendimiento y la voluntad de un individuo no ocurren descontextualizados, sino que están arraigados y nutridos de influencias culturales hegemónicas, de posturas éticas dominantes y visiones antropológicas siempre presentes. Podemos preguntarnos entonces: Si las facultades superiores juegan un rol clave en la realidad del suicidio, ¿qué supuestos antropológicos pueden influir en la concepción particular que cada persona tiene respecto del suicidio?
Siguiendo los postulados de Mcintyre (4) podría señalarse al emotivismo como una postura ética dominante en el panorama occidental contemporáneo, en la que se sostiene que los juicios morales no son sino la expresión de sentimientos y preferencias subjetivas, sin asidero en una realidad moral objetiva y verdadera. Así, por ejemplo, en las perspectivas a favor del suicidio asistido queda clara postura emotivista: si la enfermedad física incurable deriva en un sufrimiento psíquico intenso, ¿por qué deberíamos obligar a esa persona a seguir viviendo? Si la muerte es el umbral que separa a quien padece de aquella anhelada paz, ¿por qué no proveerla? Bajo esta lógica, la eutanasia se reviste incluso como un acto de caridad hacia el prójimo que sufre y no proveerla a quien padece intenso dolor se vuelve sinónimo de inhumanidad. En este tipo de ejemplos se observa la encarnación concreta de posturas éticas que identifican el sentirse bien –o el dejar de sentirse mal–, con lo que conviene éticamente hacer.
Si a una persona que arrastra un intenso dolor emocional se le educa desde pequeña a guiar sus acciones desde la ética emotivista, ¿qué tan esperable es que adopte posturas saludables o por lo menos críticas respecto al suicidio? Considerando el dinamismo de las facultades humanas, ¿podrá una persona así educada estar bien dispuesta para criticar el tenue susurro que le muestra inicialmente su dolor a su razón, a saber, que en el suicidio se encuentra el antídoto a su sufrimiento? Si la razón cede en esto y no se distancia o critica este primer y leve susurro del sufrimiento, se da paso a la realidad de la ideación suicida pasiva (desear morir, pero sin involucrarse todavía en planificaciones concretas para llevarlo a cabo). Por otro lado, ¿podrá su razón resistir a las vociferaciones que su dolor desesperanzado le presenta, a medida que estos afectos se profundizan y generalizan? Si la razón cede también en esto, se da paso a la realidad de la ideación suicida activa (desear morir valiéndose de la faceta calculadora de la inteligencia para involucrarse en un acto con posible resultado de muerte).
La razón, orientada a conocer lo que las cosas son, queda en la ética emotivista sujeta a las inestabilidades de los juicios particulares sensibles dadas por la cogitativa; de los sentimientos que, en el caso del suicida, están fuertemente teñidos de afectos negativos, lo que prepara el terreno de manera fértil para que la razón capte la propia muerte bajo razón de bien, frente a la intolerabilidad del dolor emocional que se experimenta.
En paralelo, la degradación moderna del concepto de libertad enturbia un tanto más el panorama. Si libertad ya no es –como tradicionalmente se pensaba– el dominio de sí mismo orientado a la perfección personal, sino el actuar respecto de lo que se quiera o sienta en el momento: ¿Qué resistencia se podrá ofrecer frente a la idea del suicidio cuando el sufrimiento tiña gran parte de la realidad de la vida de una persona? Si la vida no hace más que empecinarse en propiciar momentos de dolor en los que la persona ya ha perdido la esperanza de recuperación, ¿no es lógico hacer uso de la libertad así entendida para dar término al sufrimiento? Después de todo, en aras de una libertad moderna de raíces ilustradas, cada quien hace lo que estime conveniente con su vida, incluso acabar con ella cuando ya no se estime conveniente seguir conservándola.
El suicidio es un problema de salud en el que intervienen mecanismos afectivos que merecen toda la atención (5), pero no es solamente un problema afectivo. Quien llega a captar como un bien la idea sobre la propia muerte encarna de antemano una cierta visión antropológica y ética de la cual la razón se “nutre”, para luego ofrecer a la voluntad la posibilidad de aceptar o rechazar la idea. La dimensión moral del ser humano, por lo tanto, resulta clave para comprender integralmente la psicopatogénesis y agravamiento de la ideación suicida (aceptando o rechazando la conveniencia del suicidio).
El viejo adagio latino corruptio optimi pessima (6) sirve para retratar adecuadamente esta realidad: las capacidades más elevadas en el ser humano, cuando se alimentan de antropologías y éticas reduccionistas, se vuelven los peores enemigos en contra del verdadero bien de la persona. Es justo reconocer entonces el valioso aporte del avance científico de las ciencias de la salud, que ha volcado con justicia la mirada hacia elementos emocionales esenciales que influyen en la dinámica del suicidio y que merecen un estudio riguroso. Pero resulta igualmente justo reconocer las influencias de las posturas éticas que cada persona hace propia y que también impactan en la relación que la persona establece con su dolor. Dicho esto, frente la crítica de origen ilustrada respecto a las influencias morales innecesarias en el estudio científico del suicidio, habría que responder, tal como lo han planteado ya algunos académicos (7), que la Iglesia Católica ha venido previniendo el suicidio a lo largo de los siglos desde una sana antropología y claridad moral que redunda en un robustecimiento de la razón, vigorizando a las facultades superiores para rechazar de antemano (o, por lo menos, resistir con mayores herramientas) la posibilidad de la propia muerte como remedio del dolor que se pueda vivir.
El afán desestigmatizador y pro-científico de la concepción moderna sobre el suicidio haría bien en plantearse una prevención integral del suicidio; en reconocer la influencia de elementos éticos y antropológicos que, mediante la influencia que ejercen sobre los actos del entendimiento, aportan la luz necesaria sobre el problema que requiere la acumulación amontonada de factores de riesgo recopiladas a partir del método empírico.
Patricio Gutiérrez
Psicólogo
[1] Franklin, J. C., Ribeiro, J. D., Fox, K. R., Bentley, K. H., Kleiman, E. M., Huang, X. & Nock, M. K. (2017). Risk factors for suicidal thoughts and behaviors: A meta-analysis of 50 years of research. Psychological bulletin, 143(2), 187.
[2] En su ensayo On Suicide, el filósofo ilustrado David Hume defiende la legitimidad del suicidio en contra de lo que él denomina las “supersticiones”.
[3] https://catholiceducation.org/en/controversy/the-catastrophe-of-suicide.html
[4] Loria, J. M. (2017). La crítica de A. MacIntyre al emotivismo contemporáneo. Prometeica-Revista de Filosofía y Ciencias, (15), 31-41.
[5] De hecho, la psicopatología reside en la dimensión sensible y no moral del ser humano. Ver Suazo, B. (2022). Psicopatología y mal moral. Una comprensión desde la Psicología Integral de la Persona. Ediciones Universidad Finis Terrae.
[6] “La corrupción de lo mejor es lo peor”. Atribuido a San Jerónimo y San Gregorio Magno.
[7] Adamiak, S., & Dohnalik, J. (2023). The prohibition of suicide and its theological rationale in Catholic moral and canonical tradition: Origins and development. Journal of religion and health, 62(6), 3820-3833.